Ayudar porque sí
Es muy difícil que yo ayude a alguien. Si se cae o vota algo sigo de largo. No es que me moleste simplemente no lo hago, no me nace y las cosas a la fuerza son malas. De vez en cuando, un ápice de civilidad nace en mi y ayudo al prójimo, por el contrario no hago nada siempre tiene que haber un motivo que justifique el que deje de ser un arrogante de mierda.
El domingo mi vecina doña Sarita, una anciana de ascendencia china, viuda y sola, tocó el timbre de mi casa. Quería ayuda, le parecía que el domingo a las ocho de la noche era la mejor hora para cambiar los muebles de su habitación. Su hijo es el médico de cabecera de mi familia y de niños fue la única vecina que no nos chingó a mis hermanos y a mi, por tanto accedí. Tenía que reacondicionar los muebles de su alcoba, la cama matrimonia, el ropero, la mesa, la mesita, los santos, la otra mesita, la televisión, y la mesita de la televisión, el espejo, el biombo, un par de budas bien chileros a los que les eché el ojo, (pero ahí los dejé, tranquilos malpensados) y la esquinerita de dos metros de alto y rodos. Sin olvidar los cuadros de la trinidad, la virgen de Guadalupe (o la charra justiciera) y San Miguel Arcángel.
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“¿Donde le pongo la mesa doña Sarita?“ aquí por favor, no mejor acá, usted que dice –bueno creo que en cualquier lugar se ve bien- no, ya sé, mejor no la vamos a poner acá sáquela del cuarto, sabe que mejor si regrésela al cuarto. Callado seguí todas las indicaciones de la señora. Yo que no hago ejercicios ni con el pensamiento me empezaron a temblar las manos, lo mejor fue cuando traté de quitar el cuadro de la trinidad, a alguien se le ocurrió poner un tornillo con la cabeza más grande que el ojal del cuadro para sostenerlo, y así mismo atornillarlo y apretarlo. Era de esperar que la señora no tenía un desarmador por lo que con un cuchillo traté de aflojarlo. Trataba y nada. La puta formula de Arquímides y la palanca no funcionaba, maldita física, siempre la perdí. Total que de milímetro en milímetro logré aflojarla.
Terminé sin quejarme. Sin más, me despedí de ella y de Isako que creo es su instructora de yoga, y me di media vuelta rumbo a mi casa. Me llama al dar el primer paso y me dice, no se vaya, tome llévese aunque sea esto. Un billete de Q20 puso en mi mano y me despidió. Sentí que el tiempo no había pasado, tenía 10 años de nuevo y en mis manos Q20 los cuales nunca había tenido para mi solo. No le devolví el dinero porque siempre se molesta cuando uno lo hace, entonces callo y regreso a cenar, cosa que estaba haciendo cuando llamó a la puerta. Ahora que escribo esto, con los brazos semidormidos (a pesar que ya me tomé la pastilla para la circulación) me siento bien.
No por el dinero, seamos honestos, son dos cajetillas de cigarros no es mucho, tampoco por el reconocimiento público o sus gratitudes, sino porque al final, me doy cuenta con esos pequeños eventos que suceden en mi vida, de que los humanos no somos tan mierdas. Al llegar a la vejez, no podemos hacer nada, nuestro cuerpo ya no da, estamos solos, aun con hijos o nietos (de ahí que por qué digo que tener hijos o no, no asegura el que te cuiden en la vejez) vamos a estar solos. Siempre vamos a depender de alguien en quien confiar, aunque sea un vecinito cerote que a regañadientes viene a ayudarnos y que la recompensa que le damos resulta ser un símbolo. Un reconocimiento de que todos, después de todo y más allá de la pose, seguimos siendo humanos.
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